Oscar Taffetani (APE)
Rodolfo Villagra, luchador.
Añares sin vernos.
Los vecinos de Andalgalá, perla del Oeste catamarqueño, serranos de alma, diaguitas con todas las letras, han denunciado por estos días que el gobierno provincial, accediendo a un pedido de la empresa minera Billiton Argentina BV, estudia la explotación del yacimiento Piliciao 16, que involucra el área urbana de Andalgalá.
¿Y qué propone la Billiton? Sin más, indemnizar a los habitantes y trasladar la ciudad de Andalgalá a otro sitio. El oro todo lo puede. El oro todo lo compra. El oro todo destruye.
Andalgalá tiene siglos, en su memoria y en su historia. Pero además, Andalgalá -irrigada por el río homónimo- se convirtió en “perla” catamarqueña gracias a la agricultura, gracias a sus telares, gracias a sus pequeñas fábricas y talleres y a las manos sabias de sus artesanos.
¿Qué le ha dado la minería a cielo abierto, esa minería depredadora, a Andalgalá, en estos años? Sólo dependencia, sólo pérdida de la dignidad humana, sólo enfermedades para el cuerpo y el alma. Y también, daños al medio ambiente, al agua y a la tierra, heridas que va a costar mucho restañar. “Llevan doce años acá -dice Segio Martínez, de Vecinos Autoconvocados-, doce años estropeando el agua y el aire. Hay un enorme aumento de enfermedades de vías respiratorias y cáncer, y aparecen nuevos casos de leucemia...”
Ahora, utilizando ese manual que han escrito otras empresas depredadoras posadas en nuestro suelo (Bajo La Alumbrera, Barrick Gold, Botnia, etcétera), la Billiton anunciará que va a dar trabajo a muchos andalgaleños. Y que los sacará de sus tierras y los alejará de sus muertos (todo un tema: los cementerios), pero que a cambio les pagará un salario que les permitirá a algunos -sólo algunos- ir al súper o al shopping, cada fin de semana, a comprar lo imprescindible (alimentación, vestido, descanso) disfrazado de antojo o de capricho, completando un perfecto cuadro de alienación.
¡Fuerza, andalgaleños! No vendan su memoria. No vendan su ser ni su estar por un poco de oro y cuentas de vidrio. Ésa es una vieja historia, lo sabemos. Pero hay nuevas respuestas -Esquel, Gualeguaychú- y nuevas esperanzas.
Película con final feliz
En 1976, Jonathan Demme, director estadounidense que un cuarto de siglo más tarde sería conocido por realizaciones como Philadelphia y El silencio de los inocentes, concluyó el filme Fighting Mad (aquí conocido con el título “Por mi derecho”), en donde decidió dar el protagónico a Peter Fonda, un actor de raza, comprometido con la rebelión juvenil de los ’60 y ’70.
¿Cuál es el arguemnto de Fighting Mad? Muy simple: un hombre decide volver a su heredad (la tierra de sus mayores) para ocuparse de un ranch (cabaña) dedicado a la cría del mustang (potro salvaje).
Tom -así se llama ese personaje- llega a su pueblo en mal momento, ya que una empresa inmobiliaria ha decidido expropiar las granjas y cabañas y lotear los terrenos para otros emprendimientos. El problema es que Tom le dice que no a esa empresa inmobiliaria. Le dice “ésta es mi tierra, donde voy a criar mis caballos; no tengo intenciones de venderla”.
La empresa inmobiliaria, como es de suponer, utilizará matones para disuadir a Tom, llegando incluso al intento de asesinato. Y el desenlace de este nudo es la lucha solitaria de Tom, del loco luchador Tom Hunter, por su derecho.
Arco y flecha, explosivos, sabotajes, todo cabe en la estrategia salvaje de Tom para evitar que la inmobiliaria se salga con la suya. Finalmente, la empresa se retira. Finalmente, los granjeros y cabañeros agradecen a Tom por su lucha. Ése es el final feliz de la historia.
Contra la minería a cielo abierto
Las faldas del Aconquija, se sabe, son ricas en minerales preciosos y raros (de ésos que hoy emplean la industria informática y la electrónica). La propiedad de la tierras (como ha ocurrido en casi todo el territorio nacional argentino, desde el siglo XIX) ha ido pasando de mano en mano, de ilustres socios del poder y familias de abolengo a mercachifles, y de éstos, a empresas multinacionales. Pero el derecho, hacemos bien en recordarlo, no se pierde. El derecho de las familias originarias, las que habitan un solar, por generaciones, no se pierde. Los vecinos de Andalgalá tienen derecho a preservar su suelo, sus casas, su cementerio, su río, sus telares, su forma de ver el mundo. ¿Qué se puede oponer a ese derecho? ¿Acaso el oro?
¡Andalgalá está lleno de oro, como estuvieron siempre llenos de oro los dominios del Inca, desde tiempos precolombinos! Pero el oro -para el Inca, para los diaguitas, para los calchaquíes de ayer y de hoy- era sólo un metal, un regalo de la naturaleza que dio brillo y perdurabilidad al rito. Nunca una moneda de cambio. Nunca una razón para decidir sobre la vida de las personas.
Andalgalá no se vende, señores de la Billiton. Andalgalá no tiene precio.
Las viejas guardan el secreto del mejor dulce de membrillo. Los viejos saben cómo destilar el mejor aguardiente. Andalgalá nos va a tejer un poncho, el mejor poncho catamarqueño, para abrigar a todos los hijos de este suelo.
Andalgalá tiene siglos, en su memoria y en su historia. Pero además, Andalgalá -irrigada por el río homónimo- se convirtió en “perla” catamarqueña gracias a la agricultura, gracias a sus telares, gracias a sus pequeñas fábricas y talleres y a las manos sabias de sus artesanos.
¿Qué le ha dado la minería a cielo abierto, esa minería depredadora, a Andalgalá, en estos años? Sólo dependencia, sólo pérdida de la dignidad humana, sólo enfermedades para el cuerpo y el alma. Y también, daños al medio ambiente, al agua y a la tierra, heridas que va a costar mucho restañar. “Llevan doce años acá -dice Segio Martínez, de Vecinos Autoconvocados-, doce años estropeando el agua y el aire. Hay un enorme aumento de enfermedades de vías respiratorias y cáncer, y aparecen nuevos casos de leucemia...”
Ahora, utilizando ese manual que han escrito otras empresas depredadoras posadas en nuestro suelo (Bajo La Alumbrera, Barrick Gold, Botnia, etcétera), la Billiton anunciará que va a dar trabajo a muchos andalgaleños. Y que los sacará de sus tierras y los alejará de sus muertos (todo un tema: los cementerios), pero que a cambio les pagará un salario que les permitirá a algunos -sólo algunos- ir al súper o al shopping, cada fin de semana, a comprar lo imprescindible (alimentación, vestido, descanso) disfrazado de antojo o de capricho, completando un perfecto cuadro de alienación.
¡Fuerza, andalgaleños! No vendan su memoria. No vendan su ser ni su estar por un poco de oro y cuentas de vidrio. Ésa es una vieja historia, lo sabemos. Pero hay nuevas respuestas -Esquel, Gualeguaychú- y nuevas esperanzas.
Película con final feliz
En 1976, Jonathan Demme, director estadounidense que un cuarto de siglo más tarde sería conocido por realizaciones como Philadelphia y El silencio de los inocentes, concluyó el filme Fighting Mad (aquí conocido con el título “Por mi derecho”), en donde decidió dar el protagónico a Peter Fonda, un actor de raza, comprometido con la rebelión juvenil de los ’60 y ’70.
¿Cuál es el arguemnto de Fighting Mad? Muy simple: un hombre decide volver a su heredad (la tierra de sus mayores) para ocuparse de un ranch (cabaña) dedicado a la cría del mustang (potro salvaje).
Tom -así se llama ese personaje- llega a su pueblo en mal momento, ya que una empresa inmobiliaria ha decidido expropiar las granjas y cabañas y lotear los terrenos para otros emprendimientos. El problema es que Tom le dice que no a esa empresa inmobiliaria. Le dice “ésta es mi tierra, donde voy a criar mis caballos; no tengo intenciones de venderla”.
La empresa inmobiliaria, como es de suponer, utilizará matones para disuadir a Tom, llegando incluso al intento de asesinato. Y el desenlace de este nudo es la lucha solitaria de Tom, del loco luchador Tom Hunter, por su derecho.
Arco y flecha, explosivos, sabotajes, todo cabe en la estrategia salvaje de Tom para evitar que la inmobiliaria se salga con la suya. Finalmente, la empresa se retira. Finalmente, los granjeros y cabañeros agradecen a Tom por su lucha. Ése es el final feliz de la historia.
Contra la minería a cielo abierto
Las faldas del Aconquija, se sabe, son ricas en minerales preciosos y raros (de ésos que hoy emplean la industria informática y la electrónica). La propiedad de la tierras (como ha ocurrido en casi todo el territorio nacional argentino, desde el siglo XIX) ha ido pasando de mano en mano, de ilustres socios del poder y familias de abolengo a mercachifles, y de éstos, a empresas multinacionales. Pero el derecho, hacemos bien en recordarlo, no se pierde. El derecho de las familias originarias, las que habitan un solar, por generaciones, no se pierde. Los vecinos de Andalgalá tienen derecho a preservar su suelo, sus casas, su cementerio, su río, sus telares, su forma de ver el mundo. ¿Qué se puede oponer a ese derecho? ¿Acaso el oro?
¡Andalgalá está lleno de oro, como estuvieron siempre llenos de oro los dominios del Inca, desde tiempos precolombinos! Pero el oro -para el Inca, para los diaguitas, para los calchaquíes de ayer y de hoy- era sólo un metal, un regalo de la naturaleza que dio brillo y perdurabilidad al rito. Nunca una moneda de cambio. Nunca una razón para decidir sobre la vida de las personas.
Andalgalá no se vende, señores de la Billiton. Andalgalá no tiene precio.
Las viejas guardan el secreto del mejor dulce de membrillo. Los viejos saben cómo destilar el mejor aguardiente. Andalgalá nos va a tejer un poncho, el mejor poncho catamarqueño, para abrigar a todos los hijos de este suelo.
Señores de la BHP-Billiton y de la Billiton BV, por favor, hagan traducir este mensaje: la lucha de los vecinos de Andalgalá es la lucha por su inalienable e irrenunciable derecho. La lucha de los vecinos de Andalgalá es la lucha por nuestro propio derecho. Y apenas ha comenzado.
Fuente: Argenpress
Fuente: Argenpress
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